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Amalia/El contrabandista de hombres

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El contrabandista de hombres

Apenas se había retirado el doctor Alcorta, cuando sintiéronse dos palmadas en el escritorio de Daniel, contiguo al aposento, como se sabe.

-Espera -dijo Daniel a Eduardo; y pasó al escritorio, algo sorprendido de aquella llamada en una pieza donde nadie entraba sin su orden.

-¿Ah, es usted, mi querido maestro? -dijo el joven encontrándose con Don Cándido.

-Yo, Daniel, yo soy. Perdóname; pero es que viendo que tardabas, entré a sospechar que te habrías salido por alguna puerta secreta, excusada, que me fuese desconocida; y como de algún tiempo a esta parte huyo de la soledad... Porque has de saber, mi estimado Daniel, que la soledad afecta la imaginación; facultad que, según dicen los filósofos, sirve para el bien, y sirve para el mal; razón por la cual yo prefiero la facultad de recordar, que según la opinión de Quintiliano...

-¡Eduardo!

-¿Qué hay? -contestó éste entrando.

-¡Cómo! ¿Belgrano aquí?

-Sí, señor, y a quien llamo para que me ayude a oír la disertación de usted.

-¿De manera que esta casa es un horno de peligros para mí?

-¿Cómo así, mi respetable maestro? -le preguntó Eduardo sentándose a su lado.

-¿Qué es esto, Daniel? Quiero una explicación franca, terminante, clara -prosiguió Don Cándido dirigiéndose a Daniel y separando su silla de la de Eduardo-. Quiero saber una cosa que fije y determine, y establezca mi posición; quiero saber qué casa es ésta.

-¿Qué casa es ésta?

-Sí.

-¡Toma! Una casa como cualquiera otra, mi querido maestro.

-Eso no es contestarme. Esta casa no es como cualquiera otra. Porque aquí conspiran los unitarios, y conspiran los federales.

-¿Cómo así, señor?

-Hace un cuarto de hora que has recibido en tu casa a una mujer espía de ese fraile endemoniado que ha jurado mi ruina y mi exterminio, y ahora se me aparece en tus habitaciones interiores y recónditas este joven misterioso que huye de su hogar, y anda de casa en casa con toda la apariencia de un conspirador emboscado y sigiloso.

-¿Acabó usted, mi querido maestro?

-No, ni quiero acabar sin decirte una, dos y tres veces que de mi posición oficial tan encumbrada y delicada yo no puedo conservar relaciones con una casa a que no se le halla una perfecta definición gramatical. Y desde que no sé qué casa es ésta, quiero abstenerme de su mancomunidad y trato.

-Señor, usted ha almorzado con el diputado García -dijo Eduardo.

-No, señor, no he tenido el honor de almorzar con el señor Don Baldomero.

-Entonces, con Garrigós.

-Tampoco, ni esto me parece del caso.

-Entonces la inspiración de ese estupendo discurso es puramente suya.

-Cortemos toda sociabilidad, señor Belgrano.

-Pero es, señor Don Cándido -repuso Daniel-, que usted ha llamado conspirador a mi amigo y esto me parece poco cortés entre colegas.

-¡Colegas! Yo he sido maestro del señor cuando era niño, inocente, tierno. Pero, después...

-Después le ha tenido usted oculto en su casa, mi querido maestro.

-Fue acción sin voluntad.

- Como quiera.

-Pero nunca he sido colega de usted para nada.

-Pero lo es usted ahora, señor Don Cándido -replicó Daniel-. ¿No es usted secretario del señor Arana?

-Lo soy.

-Pues bien, el señor es secretario en comisión del general Lavalle.

-¡Secretario en comisión del general Lavalle! -exclamó Don Cándido, parándose gradualmente y mirando a Eduardo con ojos que querían salirse de las órbitas.

-¡Pues! -prosiguió Daniel-, y como usted es secretario de Arana, y el señor es secretario de Lavalle, resulta que son ustedes colegas.

-¡Secretario de Lavalle, y conversando conmigo!

-Y huésped de usted hace pocos días.

-¡Y huésped mío!...

-Y agradecidísimo por otra parte. Y tanto que mi primera visita será para usted dentro de dos o tres días, mi querido colega.

-¿Usted en mi casa? No, señor, ni estoy ni puedo estar en mi casa para usted.

-Ah, eso es otra cosa. Yo esperaba ir a visitar a mi antiguo maestro con algunos discípulos suyos que vienen en el Ejército Libertador, y que podrían servirle de garantía en las muy justas represalias que pensamos tomar con todos los servidores de Rosas y Arana. Pero si usted no quiere, cada uno es dueño de dejarse ahorcar.

-Pero, señor secretario -repuso Don Cándido que verdaderamente se hallaba en una perplejidad lastimosa-, si yo no hablo en el caso de que estén aquí los bravos e impertérritos defensores de Su Excelencia el Señor General Lavalle, sino... Daniel... habla por mí, hijo mío... Yo tengo mi cabeza como un horno.

-No hay nada que hablar, señor -repuso aquél-, todo lo ha comprendido su colega de usted. Todos nos entendemos, o más bien, todos nos hemos de entender.

-Menos yo, mi querido Daniel; que bajaré al sepulcro sin entender, sin comprender, sin saber lo que he hecho, ni lo que he sido en esta época calamitosa y nefanda.

-Usted es de los nuestros, señor Don Cándido -repuso Eduardo.

-Yo soy de todos, sí, señor, de todos. Anoche mismo se me caían las lágrimas de los ojos cuando el señor Don Felipe me dictaba ese tremendo preámbulo que va a dejar a todo el mundo en la miseria.

-Ah, sí, el preámbulo -dijo Daniel, picada su curiosidad, pero sin querer que Don Cándido lo conociera.

-¡Pues! Ya tú has de saber de lo que se trata.

-¿Cómo no? ¿Desde ayer a la tarde? ¿Y no ha acabado todavía el preámbulo el señor Don Felipe?

-No, hijo mío. Deben ser muchos los considerandos, según me dijo; pero no me dictó sino el primero; y eso quedó en limpio después del décimo o undécimo borrador que me dictó Su Excelencia.

-¡Santa Bárbara! Casi se podría apostar a que lo sabe usted de memoria con tanto escribirlo.

-Poco más o menos. Pero en sustancia, se trata de quitarles a todos los unitarios sus bienes después que se haya triunfado de Su Excelencia el Señor General Lavalle, de quien es digno secretario mi ilustre discípulo. Y por orden de Su Excelencia el Señor Restaurador, se ha puesto a trabajar el preámbulo de la ley el Excelentísimo Señor Gobernador Don Felipe Arana, para cuando llegue aquel caso, que no llegará según las convicciones profundas que acabo de oír en mi honorable colega.

Daniel y Eduardo se miraban, se hablaban en las miradas, y la expresión del horror quedó en relieve sobre sus expresivos semblantes.

-Así es -prosiguió Don Cándido-, que las lágrimas me corrían de hilo en hilo al considerar tanta familia que va a quedar en la miseria, si por una casualidad, por un evento, por un azar, las armas refulgentes de la libertad no dan en tierra con estas cosas en que nadie mejor que tú, Daniel, sabe, y puede decir que yo no tengo ninguna parte activa, hija de mi voluntad, de...

Dos golpes a la puerta de la calle cortaron la palabra en los labios de Don Cándido, y mientras los dos secretarios quedaban en el escritorio, Daniel pasó a la sala y abrió él mismo la puerta que daba al patio, para ver quién era, sin poder todavía dominar en su espíritu, ni en su semblante la terrible impresión que acababan de hacerle las palabras de Don Cándido. Pues que a través de sus mal expresadas ideas, ambos jóvenes habían penetrado hasta el pensamiento de Rosas y comprendido con horror el fin que se proponía el tirano, elaborando en secreto la medida con que pensaba arrojar a la última desgracia, al hambre, a todos sus enemigos, si triunfaba.

-¡Ah!, ¿es usted Mr. Douglas? -dijo el joven a un individuo que ya estaba en el patio.

-Sí, señor -contestó aquél-. Me acaba de hablar Doña Marcelina y...

-¿Y le ha dicho a usted que yo lo necesito?

-Sí, señor.

-Es cierto. Entre usted, Douglas. ¿Salió usted de Montevideo anteayer?

-Sí, señor. Antenoche.

-Mucho alboroto, ¿eh?

-Todo el mundo se está alistando para venirse, y de aquí todos quieren irse -contestó el inglés, haciendo un movimiento con los hombros.

-¿De manera que se gana plata?

-No mucha. En el mes pasado he hecho siete viajes, y he llevado sesenta y dos personas, a diez onzas cada una.

-Ah, no es poco.

-¡Bah! Más vale mi cabeza, señor Don Daniel.

-Sí, cierto. Pero es más fácil agarrar al diablo que agarrarlo a usted.

El inglés soltó una carcajada.

-Mire usted, señor -dijo-, tengo muchas ganas de que me sientan, por ver si me asusto. Porque para mí todo esto es una diversión. En España hacía el contrabando de tabaco; y aquí hago el contrabando de hombres.

Y el inglés se reía como un muchacho.

-Pero no pagan mucho -continuó-. Más me ha dado usted por los cajones que traje de Montevideo, que lo que otros por salvarles la vida.

-Bien, pues, Mr. Douglas -dijo Daniel-, necesito nuevamente sus servicios.

-A la orden, señor Don Daniel: mi ballenera, cuatro hombres que saben hacer fuego y remar, y yo que valgo por los cuatro.

-Si hay que embarcar a alguno, he descubierto otro lugar que ni el diablo da con los que allí se escondan.

-No, no hay que llevar a personas. Primeramente, ¿cuándo piensa usted volver a Montevideo?

-Pasado mañana, si completo el número.

-Bien. No se irá usted hasta que yo se lo avise.

-Bueno.

-Esta noche me llevará usted una carta a la escuadra bloqueadora.

-Muy bien.

-Me traerá usted la contestación mañana antes de las diez.

-Y antes también, si usted quiere.

-Mañana a la oración estará usted en su casa para recibir dos pequeños baúles que guardará usted en el sótano donde están dos cajones de armas. En esos baúles irán alhajas y objetos de señoras, que usted mismo embarcará y llevará a bordo del buque que yo le designe, cuando me haya traído la contestación de la carta.

-Todo se hará así.

-¿Conoce usted bien la costa de Los Olivos?

-Como esto -contestó el contrabandista, abriendo su grande mano y mostrándosela a Daniel.

-¿Puede atracar una ballenera con facilidad?

-Según esté el río. Pero hay un puertito que llaman el Sauce, que, aunque haya poca agua, puede entrar una ballenera y esconderse entre las toscas, sin peligro ninguno. Pero ése está más allá de Los Olivos, como a una milla.

-¿Y por Los Olivos?

-Si el río está alto. Pero hay un peligro.

¿Y cuál?

-Que las dos falúas de la capitanía recorren toda esa costa desde las diez de la noche.

-¿Las dos juntas?

-No. Generalmente se separan.

-¿Qué tripulación montan?

-La una ocho, y la otra diez hombres; y andan bien.

-Bueno, Mr. Douglas. Todo eso me era importante saber. Recapitulemos:

-Que usted no se irá, hasta que yo se lo avise.

»Que irá usted a la escuadra esta noche, y traerá la respuesta de la carta que voy a entregarle, de las ocho a las diez de la mañana.

»Que recibirá usted dos baúles mañana a la oración en su casa, y los embarcará y llevará usted mismo a la escuadra cuando yo se lo avise.

»Precio convenido el que usted ponga.

-Eso es lo mejor -respondió el inglés frotándose las manos-, eso es lo mejor. Así hablan los hombres. Ahora no me hace falta sino la carta.

-Va usted a tenerla -repuso Daniel levantándose y pasando a su escritorio; mientras quedaba calculando el precio que pondría a todas sus comisiones el contrabandista de tabaco en España y de hombres en Buenos Aires.

Y no era él solo. Muchos eran los que se ocupaban de ese tráfico, desde 1838 hasta 1842, en Buenos Aires. Y en hora buena que ellos obrasen por el interés que les producía su arrojo, no es menos cierto que a ellos se debe la vida de centenares de buenos y patriotas ciudadanos, que sin la protección de ese inusitado contrabando habrían caído bajo el plomo o el puñal de Rosas.

Los más notables personajes de la emigración activa fueron salvados de Buenos Aires en las balleneras contrabandistas; y la juventud casi toda no salió de otro modo que como salió Paz, Agrelo, etc.; es decir, bajo la protección de hombres como Mr. Douglas. Y hay que recordar un hecho bien explicativo por cierto; y es que cuando la delación era tan pródigamente correspondida, y cuando no pasaba un día sin que las autoridades de Rosas la recibiesen de hijos del país, en todos esos extranjeros, italianos, ingleses, norteamericanos, poseedores del secreto y de la persona de los que emigraban, sin ignorar la alta posición que muchos de ellos tenían en la sociedad, lo que habría importádoles una altísima recompensa de parte de Rosas, no hubo uno solo que vendiese el secreto o la confianza que se depositaba en él.