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A Elena (2 Althaus)

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A Elena
de Clemente Althaus


Dulcísima virgen, eres
bella entre cuantas mujeres
de rara belleza vi;
ni en el bajo suelo hay cosas
dignas, por puras y hermosas,
de que las compare a ti.
Jamás estrellas rivales
de tus ojos celestiales
en la tierra contemplé,
ni les hallo semejantes
entre los ojos distantes
con que la Noche nos ve.
Más blanca eres que la luna,
y no es dado en flor ninguna
tan fresca púrpura ver,
que de tu lozana cara,
que la Salud envidiara,
no la venza el rosicler.
Si sonríe tu bermeja
boca, que engañada abeja
por flor pudiera picar,
enseñas entre corales
perlas más blancas e iguales
que las de rico collar.
Tu dorada cabellera
que te cubre toda entera,
suelta al céfiro feliz,
ya es diadema de tu frente,
ya te viste un manto ardiente
de gloriosa emperatriz.
De frente en igual decoro,
no parte y destrenza el oro
marfil dentado o carey;
ni tal ser pudo el cabello
del tan vano cuanto bello
hijo del profeta rey.
No a Venus formas envidias,
ni las ideó tales Fidias;
ni tanto el gran Rafael
voló con su ingenio y arte,
que presuman igualarte
las hijas de su pincel.
La tierra toca tan blando
tu breve pie, cual si hollando
frágil piso de cristal
con timidez estuvieras,
o como si a volar fueras
a tu patria celestial.
Tal, antes de darse al vuelo,
por sobre el herboso suelo
andando un pájaro va
con tan airosa manera,
que a cada instante se espera
Verle que se encumbre ya.
Si de beldad tan subida
es tu cuerpo, en él se anida
hermosura superior:
una alma tan noble y pura,
que recrearse en su hechura
debió el divino Hacedor.
Luce en ti tan manifiesto
tu virtuoso ánimo honesto,
que el mismo impío Don Juan
hubiera dicho a tu vista:
«Es imposible conquista
al más obstinado afán.»
Si a loarte alguien comienza,
tu faz modesta vergüenza
tiñe en más vivo carmín;
y, bajando la mirada,
muda ruegas y turbada
de tus loores el fin.
Cuando bordas, sobrepuja
a diestro pincel tu aguja,
y en su tarea menor
representas a Minerva,
cuando de la gente sierva
presides a la labor.
Tus músicas y canciones
aquietan de las pasiones
el tumulto y fiera lid,
como de Saúl la ira
apaciguaban la lira
y los cantos de David.
Nada dices, no haces cosa
que no te muestre graciosa,
y tenga secreto imán;
la Gracia misma te enseña
hasta la acción más pequeña
y descuidado ademán.
No hay matrona que no quiera
y solicite tal nuera,
ni tierno noble garzón
que su esperanza y empeño
no ponga todo en ser dueño
de tu mano y corazón.
Por ti el extranjero olvida
su dulce patria querida,
y alarga su estancia aquí;
y en vano de allá le llama
o madre, o amante dama
que echó en olvido por ti.
¡Ah! ¡feliz tu noble padre!
Y tu envanecida madre
¡Feliz cien veces y cien!
Y ¡felices tus hermanos,
y cuantos te están cercanos
y siempre te oyen y ven!
¡Y tus amigos y amigas,
y aquellos a quienes digas,
adiós, al pasar, siquier!
Y ¡más que todos dichoso
quien ser el amado esposo
alcance de tal mujer!


(1857)


Esta poesía forma parte del libro Obras poéticas (1872)